La Cabaña del Juego Perdido
6 de diciembre de 2008
Hay ocasiones en las que el sueño se confunde con la realidad. Entonces, el transcurrir del tiempo se frena y los sentidos se tornan imprecisos, torpes; aquello que nos rodea adquiere matices desconocidos, envuelto en una neblina misteriosa y a la vez mágica inusual en el día a día. Así es el recuerdo que guardo de la noche que me adentré en la Cabaña del Juego Perdido, guiado por una plateada senda tomada tiempo atrás.6 de diciembre de 2008
Una cálida sensación me invadió cuando mis pasos atravesaron lo que creí el umbral del hogar. Poco a poco pude acostumbrarme a la tenue luz de la estancia. Sólo entonces advertí la vegetación que cubría buena parte de la misma y por un momento dudé si en verdad me encontraba dentro del recinto. Aquí y allá surgían flores, ramas, enredaderas... que copaban cuanto podía ver, de un color tan intenso que era imposible dudar de que brotaban, enérgicas, de la tierra.
Alguien a mi lado pareció adivinar mi pensamiento, sacándome de mis cavilaciones con una tierna risa. Me giré y descubrí entonces a una muchacha que me miraba con ojos divertidos.
– Viajero, sed bienvenido. Descalzaos y entrad en aquella sala, donde muchos como vos aguardan a que comience la velada.
Su mirada no daba lugar a réplica por lo que, despojado de mis botas, me dirigí hacia el lugar indicado. Muchos eran los allí presentes y, por lo que supe con posterioridad, procedentes de muy diversos lugares. Pude ver niños y niñas de mirada risueña, adultos cuyo rostro denotaba la
sabiduría de largos años de vida y, a juzgar por su aspecto desaliñado, incluso a otros viajeros como yo. Al menos, me dije para vencer mi nerviosismo, no sería el único que irrumpía en aquella
reunión. Me acerqué a uno de los jóvenes e intercambié con él algunas palabras. Luego hablé con
una segunda, con una tercera persona. Noté que me sentía cómodo, que todo atisbo de duda había desaparecido de mi interior. Que había encontrado en aquél lugar un remanso de paz donde cualquiera podía descansar por pesada que fuera su carga.
Paulatinamente, la animada conversación en la sala fue disminuyendo hasta convertirse en un murmullo que acabó por extinguirse. Advertí que la muchacha que me había recibido había tomado asiento. Su porte, bajo la luz de aquella habitación, se antojaba majestuoso. A su lado se
encontraba un hombre también engalanado con ricos ropajes que, sosteniendo gentilmente su mano, se dirigió a los presentes:
– Bienvenidos a la Cabaña del Juego Perdido. Sabed que mi nombre es Lindo, y ella es mi esposa Vairë. Esta noche viviremos historias que no olvidaréis.
Uno de aquellos a quienes había identificado como viajeros alzó su voz.
– Mi nombre es Eriol. He viajado desde muy lejos y hoy tengo el honor de compartir esta noche con vosotros. Vuestras palabras me llenan de curiosidad: por favor, contadme más de este lugar.
Vairë tomó la palabra:
– Todo a su debido tiempo. Sabréis cuándo es el momento por el sonido de este gong, que podréis oír a lo largo de la noche. Cuando lo haga sonar una vez, será el momento de la cena. Cuando lo golpeé hasta en tres ocasiones, significará que es el turno de los cuentos. No lo olvidéis. Al finalizar éstos, los candiles que hay sobre aquella mesa os ayudarán a buscar el camino hasta el lugar donde podréis descansar. Hay uno para cada uno de nuestros invitados.
Sonrió entonces y, acto seguido, hizo sonar el gong una vez. Era el momento de la cena. La mesa estaba servida en uno de los extremos de la sala. Manjares de todo tipo aguardaban sobre ella, por lo que niños y no tan niños se acercaron expectantes por saborear las deliciosas vituallas preparadas por los anfitriones. Bueno, no todas, ya que algunos de los visitantes comenzaron a alardear acerca de lo que ellos mismos habían traído, orgullosos de que su creación ocupara tan especial lugar. Recordé de súbito que en mi bolsa tenía algunos alimentos que había cocinado (si es que a mi torpe labor pudiera calificársela con tal nombre), y apresurándome a sacarlos, los dispuse tan decentemente como me fue posible entre los demás platos.
No hubo un solo comensal que quedara insatisfecho. La cena fue abundante, y no la desmerecieron los postres que se sirvieron a continuación, ni la bebida que de forma copiosa la
acompañó en todo momento. Las conversaciones se retomaron animosamente; lo mismo versaban sobre tabaco para pipa que a propósito de míticos animales como los unicornios. Sin duda, charlas que no se tiene la ocasión de encontrar muy a menudo. Entonces, una vez más, algo sucedió en el momento preciso.
– ¿Escucháis esa música? ¿De dónde procede?
Era la voz de uno de los niños, que se encontraba junto a la puerta. Por un momento todos callamos, y pudimos percibir claramente una suave melodía que irrumpía en la reunión desde algún recóndito lugar de aquella morada. Hechizados, abandonamos la sala en busca de su origen. Tras atravesar un largo pasillo dimos al fin con una pareja de músicos que se habían refugiado allí, huyendo del inhóspito frío de la noche como tantos otros habíamos hecho. No sabría decir por
cuanto tiempo permanecimos de pie, inmersos en aquellas notas, compuestas quizás en tiempos
inmemoriales. Únicamente el sonido de tres golpes de gong interrumpió aquella visión y entonces, un pensamiento se desveló claro en mi mente:
– “... es el turno de los cuentos.”
El resto de invitados hubo de pensar lo mismo, porque silenciosamente retornamos al salón donde habíamos disfrutado de la cena. Los músicos se unieron a nosotros. Al atravesar la puerta
noté que ya se encontraban allí nuestros anfitriones y, ¡sorpresa!, les acompañaba una tercera figura que por primera vez en aquella velada se descubría ante nuestras miradas. Cubierta completamente por el color blanco, grácil y delicada, conformaba una de las más oníricas visiones que haya podido contemplar criatura alguna. ¡Era un hada, un personaje de Fantasía! Definitivamente, aquella era una casa muy peculiar.
Aún embelesado, busque un lugar para acomodarme y escuchar las historias que estaban por
venir. Poco me atrevo ahora a repetir de ellas, pues sería un intento muy torpe que apenas alcanzaría a esbozar algo de la épica y la magia que lograron desprender. Sólo diré que fueron cinco los que nos brindaron el regalo de su voz, y que tan pronto fuimos investidos príncipes, como cabalgamos acompañados por fantásticas bestias hacia un destino incierto, o nos perdimos en el bosque retando al amor... Cuentos que contenían todo aquello que pudiéramos imaginar, que nos emocionaron, que quedaron cincelados en el interior de muchos de nosotros. Y es que, entre relato y relato, observaba a mi alrededor cada mirada fascinada, cada sonrisa, cada gesto, y todos ellos denotaban una mismo sentimiento: agradecimiento, inocente y sincero, por lo que juntos habíamos compartido.
Ya la velada tocaba a su fin. Al cerrarse el último de los libros, un hogareño aroma inundó la sala. Era té caliente. Mientras apuraba mi taza, me paseé escuchando una vez más a cuántos allí se encontraban. Los invitados comenzaron a marcharse. Aquellos que habían llegado en sus caballos y carruajes pudieron demorarse algo más, pero finalmente sólo quedamos unos pocos que nos encontrábamos demasiado lejos del hogar propio como para deshacer el camino. Agradecido por la hospitalidad de nuestros anfitriones me despedí de ellos y me dirigí hacia mi habitación, enfrentando mi prendido Candil del Sueño a la oscuridad que poco a poco iba adueñándose de las
estancias. Me preparé para dormir, reflexionando sobre todo lo sucedido mientras sombras danzarinas revoloteaban a mi alrededor.
Apagué la llama que iluminaba el dormitorio, me recosté sobre la mullida cama.
Y soñé.
Eloy “Meneldil”, de la Ciudad Blanca